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DOSCIENTOS AÑOS DE IMPUNIDAD

Foto del escritor: Diego KraljevicDiego Kraljevic

Actualizado: 28 jul 2023




I. LA PAUSA


El barrio de Constitución es la puerta sur de Buenos Aires. Cada día, oleadas de viajeros urbanos surcan sus calles a modo de éxodo para entrar o salir de la ciudad capital.


Las horas pico, que representan la medición de un tiempo aproximado en cuanto a la duración del aluvión humano, producen una sinfonía particular. El estruendoso murmullo que genera la multitud al desplazarse se mezcla con los canticos gregorianos de vendedores ambulantes y las ocurrentes propuestas sexuales de voluminosas y entusiastas trabajadoras.


Los automovilistas al pasar frente a la plaza de Constitución, donde las estaciones de tren y subte convergen en un número incalculable de paradas de colectivos o viceversa, se apresuran a levantar las ventanillas y a trabar las puertas de sus vehículos. No falta la presencia de los atletas del robo, que tras arrebatar un teléfono celular se largan a correr hasta desaparecer en la bruma de la multitud. También, abundan los magos del disimulo, que sustraen imperceptiblemente distintos objetos de bolsillos, carteras o mochilas de los presurosos transeúntes.


Cuando trenes y colectivos logran desagotar la acumulación de personas y la última hora pico del día llega a su fin, los vendedores callejeros desaparecen como por arte de magia, todo queda desierto, pero es tan sólo un espejismo; al observar el paisaje se descubren distintos bultos, que parecen inertes, diseminados por el barrio. También, espectros tambaleantes, atolondrados por el consumo de inhalantes, que se dirigen a ninguna parte.


Al caer la noche las sombras del barrio cobran vida entre las persianas cerradas de los comercios y el lejano resplandor de una sirena policial. Aquellos bultos eran personas tendidas en el piso, arropadas con harapos, parapetadas estratégicamente para proteger sus pocas pertenencias. Quietos, semi muertos, como si nunca más fueran a despertar.


Al girar en una esquina de la Avenida Brasil la iluminación led queda atrás y a los pocos pasos se empieza a sentir una sensación de soledad que anuncia el principio de lo impredecible.


La añosa arboleda, ubicada linealmente en cada margen de la calle, se vuelve un interrogante, igual que cada sombra o cualquier sonido. Se camina a la defensiva, tratando de presentir lo que se sabe irremediable.


Luego de los primeros 100 metros, al llegar a la próxima esquina, el panorama se despeja por un instante; aparece una ochava amplia e iluminada, donde se puede extender la mirada hacia los cuatro puntos cardinales. Un taxi vacío continua su lenta marcha mientras el conductor, con gesto de certero salvador, me observa sin disimulo, como esperando un llamado de auxilio. No pongas cara de héroe, pensé. El chofer era un hombre de madura edad, con perfil pronunciado y enormes ojos redondos, su acto fue sencillo; al mirarme exageró el movimiento, como estirando el cuello hacia atrás, convincente para una noche cerrada en medio del barrio Constitución.


Crucé la calle y volví a internarme en la siguiente línea de árboles y veredas desparejas. Me vino a la mente que otros barrios de la capital cambian de veredas como las personas de ropa interior. Recordé, además, que otros barrios suelen ser decorados con plantines coloridos y llamativos carteles con publicidad gubernamental.


Mientras pensaba descubro que dejo tras mis pasos a dos pibitos sentados en el viejo umbral de lo que habrá sido, antiguamente, un lujoso edificio de departamentos. Sobre el gran escalón central, que parecía mármol, descansaban como angelitos. Luego, me doy cuenta de que giré para verlos cuando percibí el aroma a pegamento.

Inmediatamente, a unos veinte metros adelante, descubro una sombra que aparece precedida por una cortina de humo y un pequeño ardor de papel. Presiento la jugada, cruzo en diagonal a la vereda de enfrente, simulando naturalidad.


- ¿Le tenés miedo a las mujeres, peladito?


Exclamó, intimidantemente, una voz cuyo grosor, aunque se pretenda aflautar, es característico de los hombres. Pensé en Napoleón, y en aquella frase que se le atribuye: “Las batallas contra las mujeres son las únicas que se ganan huyendo”.


Seguí caminando, pensando en aquellos dos chiquitos. Tal vez se dedicaban a lavar los parabrisas de los autos a cambio de unas monedas. Quizás son de esos pequeños que mendigan en los subtes de la gran ciudad. A lo mejor son cartoneros. No sé.

Doblé en la esquina, estaba a una cuadra de mi destino y me felicite por no detener aquel taxi. No te hagas el héroe, pensé; esos dos pibes siguen ahí, y mañana vaya a saber dónde. Fue entonces cuando me di cuenta de que mi mueca fue parecida al acto del taxista.


Continue mi marcha, pensando una vez más en las diferencias que existen entre los barrios, recordé que cuadras atrás, entre marquesinas imperfectamente iluminadas -salvo raras excepciones- y los grandes monumentos a los patriotas de la revolución de mayo, emerge la marginalidad de una ciudad que glamorosamente mira al río, que gobierna en el centro, festeja en Palermo y descansa en barrio norte. Si Buenos Aires fuera un perro, y levantásemos su cola; encontraríamos a Constitución justo ahí; en el agujero.


Alcanzaba, ahora, al último de los árboles antes de la esquina del bar. Su nombre deja de ser un simple nombre y, al fin, comprendo cabalmente su significado: “La Pausa”.


El boliche es vulgar, no tiene ningún rasgo original, y es poco refinado. Sin embargo, la vieja esquina se dedica a la gastronomía desde la década de 1940. Su dueño fundador fue un inmigrante español, que luego de algunos intentos fallidos encontró su lugar en el mundo del comercio porteño.


Ricardo, el dueño actual, trabaja desde purrete en el bar, su primer y único empleo desde que bajó del tren que lo trajo desde el chaco santafesino a mediados de los años 60. De ahí en más, el niño, comenzó a conocer la electricidad, los edificios, los ascensores, y todos los hábitos de la gran ciudad. La historia cuenta que, con la muerte del fundador, Ricardo pasó a ser el dueño por decisión de la familia, quedando a su cargo el pago del alquiler del local a cuenta de la viuda, y luego, con el paso de los años, de los hijos.


La pausa, tiene una clientela fija, a la que se suman clientes ocasionales. Según los horarios del día, el elenco estable se va prestando, inconscientemente, las viejas mesas de madera. Y si se sobreponen los turnos de asistencia no tienen problemas en cambiar su ubicación habitual, pero no sin caer en un fastidio pasajero, como cuando, momentáneamente, a uno le ocupan el sillón preferido de su casa.


Comerciantes de la zona en busca del plato del día. Vendedores ambulantes que lo usan como punto de reunión para corroborar la sensación térmica de la venta callejera. Taxistas que lo fijan como zona de encuentro para, por una vez en el día, elegir a su interlocutor. Vecinos del barrio que completan rutinas solitarias. Amigos. Confidentes. Todo requieren de la pausa, para luego retomar sus vidas.


II. UN PUEBLO QUE NO FIGURA EN LOS MAPAS


Llegue al bar por la noche, después de la hora pico. Es fin de mes y el número de asistentes se reduce ostensiblemente. En la mesa de siempre, ubicada junto a la pared del salón, se encuentra Amadeo, sentado, en soledad, mirando sin ver las imágenes de un televisor mudo, que cuelga detrás de la barra. Pensativo, con una mano sobre la mejilla y el codo apoyado en el papel blanco que cubre la mesa, lo que anuncia que el hombre se dispone a cenar. La pausa no tiene manteles, si el cliente pide alguna infusión o bebida se sirve sobre la mesa desnuda, pero si elige almorzar o cenar, Laurita, la moza, corta un trozo de papel de la gran bobina que gira sobre el portarrollos e improvisa un mantelito.

Amadeo Reyes es el clásico vendedor ambulante de antaño. Como Ricardo, llegó en los trenes que conectaban al interior profundo con el centro portuario. Se Pasó la vida en la calle, tratando de ser su propio jefe. Debe estar pisando los ochenta años de edad, siempre luce prolijo, bien afeitado, es saludador, ceremonioso y, de vez en cuando, abusa de su vozarrón para exagerar muletillas que suelen certificar sus coincidencias con los demás.


Laurita interrumpe la meditación de Amadeo cuando apoya el pingüinito de vino tinto sobre la mesa, suma un sifón de soda y, por último, el vaso.


-Gracias, piba.


Dice Amadeo, solemnemente, acompañando la sonoridad de su voz con una leve inclinación de la cabeza y entrecerrando, simultáneamente, sus ojos. La muchacha responde con una sonrisa y se aleja jugando con la bandeja, perseguida por las miradas de los vendedores ambulantes que comparten una gaseosa cola, de origen nacional, en la mesa ubicada junto a una de las ventanas.


El calor de la noche es pesado, húmedo y agobiante. Los viejos ventiladores de techo, con sus grandes aspas, arrastran el aire caliente por todo el local. Amadeo inclina el sifón y le pega dos golpes de soda al vino que cubre la mitad del vaso. Los vendedores apuran el trámite con la gaseosa y comienzan a recoger las cajas con mercadería.


- Vamos, vamos que se viene el agua.


Anunciaba el que recolectaba las cajas, mientras que otro del grupo se acerca presuroso al mostrador, para abonar.


- ¡Que miedo que le tienen al agua, che! ¿Si les muestro un jabón, salen corriendo; sin pagar?


Bromea Ricardo, mientras se escucha el clin de la caja registradora.


- No des ideas, Richard; que con tal de no gastar plata somos capaces de cualquier cosa.

Responde tiernamente otro de los vendedores, mientras mira la sonrisa de Laurita.


-Como te gusta llorar, replica ella. Con esa habilidad que tienen las mujeres para quedarse con la última palabra.


Una bocanada de aire frío entra por las ventanas, el viento barre con el cartel de la esquina, las sillas y mesas de la vereda comienzan a temblequear como si la ráfaga las hiciera bailar un tipo de danza de la lluvia. Los muchachos colaboran con Laurita para entrar el mobiliario. Amadeo cruza los cubiertos en diagonal sobre un fragmento de tuco que queda abandonado en el fondo del plato. Las mesas que están junto a las ventanas comienzan a mojarse con agua de lluvia, Ricardo detiene el impulso de cerrar las ventanas que invade a Laura ante la violencia de esa tormenta típica de los veranos porteños. Amadeo pide un café. Los vendedores desaparecieron, no sé en qué momento.


El viento y las cortinas de agua desarman la estrategia de Ricardo para refrescar el local. Cierran puertas y ventanas. La música del toldo, que se despliega sobre una de las veredas, disminuye ahora su volumen por el hermetismo impuesto en el salón.


-Siempre que llovió paró, dice jocosamente Ricardo.


Laura va preparando la mesa para la cena con su jefe.


-Eso mismo dijo Noé, mientras construía el arca. Acoto Amadeo.


- ¿Vos lo llegaste a conocer? preguntó Laurita, para la risa de los presentes.


- Al que conocí fue a este, dijo Amadeo, mientras rompía el borde de un sobrecito de azúcar.


- ¿A quién? Pregunto la muchacha.


- A éste, nena. Respondió amadeo mostrando el sobrecito de azúcar.


- ¡Ese... tiene más plata que los ladrones! exclamo Ricardo, mientras caminaba hacia la mesa con dos enormes milanesas con papas fritas.


-Exactamente, agregó Amadeo explayando su dicción sobre la x.


- ¿De dónde lo conoces a ese? Pregunto intrigado el dueño del bar.


Amadeo revuelve su café americano, apoya la cuchara delicadamente en el borde del platito y le da un sorbo corto, vuelve a apoyar la tasa y responde: - yo trabaje en el pueblo de Arrieta, en el ingenio azucarero de Jujuy.


Ricardo, sabía lo duro y doloroso que era el trabajo en eso lugares. Laurita, miraba su teléfono celular mientras devoraba la milanesa. Yo rompí el silencio que se prolongó por unos segundos y le remarqué que nunca había escuchado hablar de ese pueblo.


-Mejor que nunca lo conozcas, querido. Es un lugar terrorífico. En Arrieta la gente tiene miedo hasta de saludar. Mejor que nunca lo conozcas, vuelve a repetir antes del siguiente sorbo de café.


Me quedé mudo, esperando que siga hablando sobre ese lugar en la provincia de Jujuy. Dude en seguir preguntando, el gesto de Amadeo estaba lleno de amargura.


-Las personas son obligadas a poblar el lugar, primero las corren de sus hogares y luego las trasladan en trenes hasta la zafra. Dijo en tono de tristeza, aminorando su voz y alargando las palabras, para volver a concentrarse en su café.


Al mismo tiempo, la tormenta servía de fondo para aumentar el misterio con cada silencio de Amadeo. Los comensales y yo; evitamos hacer cualquier comentario que pudiera desviar al narrador de sus amargos recuerdos.


-Un alma infernal merodea por las noches entre la ranchada. El pueblo es silencioso, como un cementerio, continuó. Yo no creía en esas cosas, pero hay que verlas para comenzar a creer. Algunos dicen que es el demonio en persona, que toma forma humana o animal, para castigar a los revoltosos. Se comenta que tiene un pacto con el patrón.


Dios quiera que nunca lo conozcas, volvió a decirme mientras se levantaba de la mesa, al compás de sus palabras. Tomó su portafolio, desenfundo un paraguas y Laurita le canto desde la mesa el costo de la cuenta. Pagó, saludó educadamente, como es su costumbre, y se perdió en la tormenta.


-Pobre Amadeo, vaya uno a saber las que pasó. Dijo Ricardo mientras me cobraba. Pagué, saludé amablemente, como es mi costumbre, y me perdí en la curiosidad.


Al salir, me asalta una voz desde el toldo de una de las veredas que componen la ochava, la misma que seguía tratando infantilmente de aflautarse:


- ¡Linda noche para un polvo, peladito!


Yo, cargado de ansiedad y envalentonado por un par de vasitos de tinto, con los que acompañé la cena, ya no fingí que no la veía y respondí, cambiando la frase de una famosa propaganda: “Linda noche para hacer un asado. Volví a recordar a Napoleón. La saludé como haciendo una venia, mientras giraba sobre mi eje para emprender la retirada.


Al cruzar la calle, por suerte para mí, se acercaba el colectivo que me deja a dos cuadras de casa. Subo, pago boleto y me siento en el primer asiento. Desde pequeño me gusta viajar en ese lugar, solía hacerlo para examinar la pericia del conductor, y a las pocas cuadras ya me encontraba manejando, escuchando el timbre, haciendo los cambios de velocidades y calculando la cercanía de la próxima parada.


Cuando el semáforo se pone en verde, el chofer pisa el acelerador – los micros ya no vienen con palanca de cambios, ahora son automáticos, un bodrio- cuando el colectivo cruzó la calle, la niña de gruesa voz envía, ampulosamente, un beso volador. Nadie se hace cargo del afectuoso saludo. Todos los presentes hacemos el acto del taxista salvador.


No perdí un segundo, inmediatamente me puse a buscar con el celular; datos, imágenes, noticias; cualquier cosa que ofrezca información sobre ese pueblo en Jujuy. Todo fue en vano, incluso la mirada detallada del mapa político de la provincia, nada, Arrieta no existe.


Ni por un segundo dude sobre la veracidad de la historia. El hombre es lúcido, serio, y su cara de amargura al describir ese lugar me venía a la mente con cada intento de búsqueda.


Como se trataba de un ingenio azucarero, cambie de provincia y busque en Tucumán, tal vez las emociones le jugaban una mala pasada a la memoria de Amadeo. Nada, aplique el mismo método intensivo y Arrieta sigue sin aparecer.


A la mañana siguiente, como todas las mañanas, vuelve a sonar el despertador. Y, como todas las mañanas, la perra trepa hasta mi cama para lengüetearme la cara, ella sabe lo que me cuesta despertar en las mañanas. Nos es que las odie, para nada; es que tardo en espabilarme y me vuelvo repetitivo con las palabras, todas las mañanas.

Salimos con mi perra Leila a dar la “vuelta al perro "de cada mañana y me vino a la mente, otra vez, la cara de amargura del viejo Amadeo. Entonces suplante la palabra “mañana”, en mi tara matinal, por Arrieta. Y, ya casi despierto del todo, me pregunto: ¿Dónde carajo queda Arrieta?


Luego de concluir con el religioso paseo, salto sobre mi ordenador, empecinado en corroborar la historia. Comienzo a escribir una serie de palabras claves que surgen de la versión de Amadeo: Azúcar, ingenio, jujuy , Arrieta, demonio, miedo. ¡Eureka! Aparecen resultados, pero ahora hay que armar el rompecabezas.


La clave de todo estaba en el sobrecito de azúcar que Amadeo le enseñaba a Laurita, en el que se leía un nombre: Ledesma.


Aquel lugar infernal, que Amadeo denomina Arrieta, es conocido - y figura en los mapas -como la localidad Libertador General San Martín; cabecera del departamento Ledesma, uno de los 16 que componen la provincia de Jujuy.


El ingenio se levantaba sobre los sangrientos campos de batalla que cimentaron el poder militar y clerical de la conquista, en los valles donde funcionaba el fuerte Ledesma, en referencia Martín de Ledesma Valderrama, colonizador español, teniente de gobernador de Jujuy en 1621 hasta 1632, dependiente del virreinato del alto Perú.


Posteriormente, el dominio territorial pasará a manos de las familias oligárquicas, herederas del desprecio étnico de la conquista española.


La posesión de las tierras comienza con la expulsión de los jesuitas del Virreinato del rio de la plata en 1767, ordenada por el monarca Carlos III. La administración colonial decide vender las tierras que poseía la orden eclesiástica identificada como instigadora de los motines populares del año anterior en Madrid. Entre los compradores se hallaba el teniente Carlos Sevilla, comandante del fortín Ledesma.


En 1807 la finca llegó, por sucesión y venta, a José Ramirez Ovejero y su esposa, María Antonia Zerda.


José Ramirez Ovejero fundo las primeras instalaciones del ingenio azucarero, que dio origen a la empresa Ledesma en 1830, a sólo veinte años de la revolución de mayo, dando inicio a una de las fortunas más acaudaladas del país.


El rendimiento económico de la explotación de la caña de azúcar ubico a las familias Ovejero – Zerda a cargo de una hegemonía política que se prolongó hasta los tiempos del Partido Autonomista Nacional. Gobernadores, vicegobernadores, senadores y diputados de su linaje pueblan las páginas de nuestra historia.


En 1911 Enrique Wollmann compra la totalidad del paquete accionario de la compañía azucarera Ledesma.


A partir del año 1914 el coloso azucarero legalizó su estructura societaria, que continúa vigente hasta nuestros días.


Paulina, la única hija de Wollmann, contrae matrimonio con Herminio Arrieta; quien con la muerte del suegro asume la dirección de la empresa en 1927 hasta su fallecimiento en 1970. El marido de su hija Nelly, Carlos Pedro Blaquier se hizo cargo de la vacante hasta el año 2013, cuando asume la presidencia su hijo Carlos Herminio Blaquier Arrieta, concentrando en nombres y apellidos más de un siglo teñido de sangre, explotación y lágrimas.


Continuará....



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