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En la cola del supermercado como en la fila del colectivo, en la oficina, en los gimnasios, en los bares, en los restaurantes, en el barrio. Con la familia y los amigos, pero sobre todo con los desconocidos.
Desde nosotros mismos, con nuestros fracasos y desventuras, a pesar del éxito, en el caso que corresponda. Con nuestro mal humor y nuestras sonrisas, a pesar del fastidio o la armonía circunstancial que nos aborde durante el día.
Por sobre el clima y el ambiente, con intransigencia. Sin ceder ni en un tranco de pollo.
Sin mariscales con mochilas. ¿Se lo imagina a Tito con una mochila? Absurdo ¿no?
Durante la segunda guerra mundial, un soldado Ruso intercepta un grupo de niños guiados por una monja en pleno campo de batalla. La guerra se había mudado a las praderas del orfanato por la disputa de un pequeño puente que tomaba relevancia militar desde el punto de vista estratégico.
Saldada la escaramuza entre dos divisiones olvidadas de Rusos y Alemanes los niños y la monja se alojan, a salvo, en el campamento de los primeros.
Al caer la noche el comisario político de la unidad -Politruk- se acerca -sudando vodka- a la dama que vestía con hábito religioso y a modo de reprimenda le pregunta: ¿Dónde está dios ahora? ¿acaso existe? Mi esposa me dejo, ya no me quedan amigos, están muertos, y Dios no está en ningún lado. ¿qué dice su Dios de todo esto?
La monja, que apenas podía hablar, pues se estaba reponiendo de una herida de bala a la altura del hombro, responde con voz tenue: Dios no está en las palabras, él está en nuestros actos.
En estos tiempos el WhatsApp de Dios está repleto de pedidos, como siempre. Los requerimientos espirituales son mayormente de orden económico. Los palacios religiosos están desbordados de personas en procura de dos cuestiones fundamentales para salir adelante: salud y prosperidad.
Si la transcripción de la palabra de Dios en nuestras vidas fuera a través de la salud y de la prosperidad los agradecimientos al cielo serían con cinco series de abdominales o bastaría con imprimir el saldo del cajero para ser aceptados en el paraíso.
Nuestras abuelas sí que sabían rezar. Infiero sus pedidos al cielo a partir de aquella devota frase que repetían con felicidad y sabiduría mundana, mientras eran rodeadas por sus familiares al momento de soplar las velas de la torta de cumpleaños. En esos tres deseos aparecía Dios: salud, pesetas y amor.
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