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El aroma de café se esparce por la cocina combinándose con el pan humeante de la tostadora, mientras que por la ventana se filtra el rumor de los motores que sube desde la avenida. En el despertar urbano de Barracas la fiel Olga espera a Emilio, su marido, con el desayuno preparado.
Él es un tanto mayor que ella, pero ambos son jóvenes de los años setenta y rondan los setenta años de edad. Quedaron atrás los tiempos de las mañanas frenéticas entre los guardapolvos de los chicos y el horario del colegio.
Barracas es un barrio porteño, ubicado al sur de la gran ciudad. Su pequeño centro comercial rodea a la plaza Colombia con viejas casonas y bonitos edificios de departamentos, mientras que su periferia se nutre con la identidad popular de los barrios vecinos: La boca, San Telmo, Constitución, Parque Patricios, Pompeya y el riachuelo que limita con la ciudad de avellaneda.
La iglesia de Barracas, situada frente a la Plaza Colombia, en la calle Isabel la Católica al 500, fue construida en 1872, en honor a Felicitas; quien tras anunciar su casamiento recibió un tiro por la espalda de un pretendiente rechazado. Sus padres decidieron construir el templo en el lugar donde se cometió el femicidio.
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Olga asiste regularmente a la iglesia construida por la familia Guerrero. Es muy creyente, pero no cree en nada más. Suele pedir por Emilio -que es el sostén de la familia- por los hijos -que por suerte ya son profesionales y se recibieron en la universidad pública- y por los nietos.
Para Emilio, el estado es un socio bobo. La fábrica de camisas, que heredó de su padre, pasó por distintos momentos, pero según él todo depende de la perseverancia y de la astucia heredada del viejo Calabrés, que de pequeño llegó al país con una mano atrás y otra adelante.
Olga es, como se dice, de misa diaria. Ama a los pobres que la esperan con ansias a la salida de la iglesia. Siempre guarda algo para ellos después de las ofrendas. Si uno de los tres asiduos menesterosos falta a la cita, ella pregunta y se preocupa. Muchos necesitan un pobre cerca, cada tanto, para sentirse un poco mejor con sus vidas: “No tengo derecho a quejarme, perdón dios por no valorar aquello que poseo”, suele pensar -Olga, como tantos otros- al pasar frente a un tullido, al observar un pordiosero o al enterarse de una tragedia.
¿Será por ese sentimiento tan católico que le tomó idea al portero del edificio?
Ella, que detesta la política, es parte de la comisión del consorcio. No suele perderse reunión alguna con los copropietarios. Está a la orden de la administración y de los chismes que se trafican en los palieres del edificio, para la delicia de Emilio durante la sobremesa.
-Otra paritaria más para el holgazán, viejo. ¡Prepárate a pagar las expensas!
Dice Olga, mientras sirve el postre preferido de Emilio.
-En cualquier momento le entrego la fábrica a la república Bolivariana de Venezuela y me hago portero.
Responde él, mientras saborea el vigilante de queso y batata.
-¿A vos te parece? ¡Esto aumenta los aguinaldos y el pago de las cargas sociales!
Recita con ínfulas de contadora pública, la ama de casa cuya jubilación fue tramitada gracias a la famosa moratoria previsional de ANSES.
Hace meses que Olga viene tramando la venganza contra José María, el haragán de la portería. Las noticias dadas por la administración del edificio aceleraron los preparativos. Hace tiempo que una fuente de losa sirve como dique de contención para la pérdida del sifón de la bacha ubicada en la cocina.
-Ni ebria, ni dormida; voy a decirle a José María que arregle la gotera. En su cara voy a traer un plomero a esta casa. Hay que cortar por lo sano.
Dijo a su marido la ferviente católica del quinto piso. Con ojos de furia, con la severidad de los que no claudican, con la máscara antiarrugas dibujada en la cara, mientras recortaba las uñas de sus pies en un extremo de la cama.
Emilio no respondió, caía víctima de una somnolencia asistida. Ya estaba soñando con los goles de Rojitas en la bombonera.
Al día siguiente, a las 19 hs, con el sonido del timbre, se disparaba el mecanismo de la venganza. Olga vestía para la ocasión, con la ropita que tenía reservada para el domingo de ramos.
Emilio llega de la fábrica, al ver a Olga rozagante, teme, por un instante, haber olvidado un nuevo aniversario. Cayó en que no era la fecha y no entendió, pero sabía que lo mejor era no preguntar y seguirle la corriente.
Suena el timbre, Olga atiende al instante por el portero eléctrico.
-Ya bajo, Sr.
En la entrada del edificio las fichas ya estaban distribuidas en el tablero. Tras una columna se hallaba, desencajado, José María. Ese urso, con su pesada caja de herramientas, venía a romper con años de posición dominante y monopólica.
Llega Olga, con paso altivo y elegante, como imitando a Mirtha Legrand; sólo le faltó la famosa vueltita sobre su eje antes de abrir la puerta de calle.
Mientras el visitante accede respetuosamente a ingresar, José María aparece por arte magia e irrumpe en escena recitando, como letrado, el reglamento del edificio:
-Sra Olga, veo que el señor viene con una caja de herramientas. Le aviso que el reglamento establece, con toda claridad, las horas en que se pueden hacer los trabajos de refacción: de 09 a 13 y de 14 a 17hs.
La propietaria del quinto piso, lejos de enojarse, relajo los músculos de su cara, esbozo una sonrisa y sintió un íntimo sabor a venganza. Al fin tenía la oportunidad de poner en su lugar a ese empleaducho bien remunerado.
-Usted atienda sus deberes, que entre propietarios nos entendemos. Buenas tardes, José María.
Cortó la conversación, con el tono musical que ella imaginaba que los Guerrero utilizaban con la servidumbre de su mansión.
El plomero, versado en intrusar la exclusividad de los porteros, cruzó por el teatro de operaciones con la habilidad del cardenal Antonio Samoré.
Ante la mirada atónita de Emilio, el urso se dispone a trabajar en el bajo mesada de la cocina. El trabajo le tomó treinta minutos, tal vez menos.
Olga actuaba como si estuviese rodando una película de Víctor Bó, fantaseando con que José María escuchaba todo tras la puerta del departamento, hasta se tentó en abrirla y exclamar con voz ardiente: “¡Canalla! ¿qué pretende usted de mí?”.
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El plomero, al terminar con éxito la intervención dijo lo que dicen casi todos los plomeros antes de expresar en términos monetarios el valor de la tarifa:
-Y… ¿Cuánto le puedo cobrar?
Acelerando el ritmo cardiaco de Emilio, hasta el preinfarto cuando escucho el monto expresado por el urso, felizmente aceptado por Olga, que requirió el dinero con un movimiento de cabeza dirigido a su marido. Similar al cabeceo que le hizo él hace cincuenta años atrás, en la milonga del Club Independiente.
-Venga, que le abro.
Invitó Olga al Plomero, mientras que Emilio permanecía más frio que abrazo de suegra.
José María, por su parte, aplicó la máxima de Napoleón, que decía que las batallas contra las mujeres son las únicas que se ganan huyendo.
Olga volvió al departamento tras despedir al plomero y, sin saberlo, volcó la gota que derramo el vaso:
-No sabes la camionetita que tiene nuestro plomero. ¡Se ve que trabaja bien!
Era lo último que le faltaba escuchar a Emilio para estallar.
-¡Mira vos al grandote! Con lo que te cobró por media hora de trabajo, si hace cinco trabajitos por día gana dos veces más que yo en la fábrica. Encima, todo en grone.
Mira vos…. Desalineado, agachado ahí, con la raya del orto al aire, que se le veían hasta los pelos del culo…. ¡Millonario, el tipo!
¡La puta madre, Olga! ¿Se puede saber por qué no llamaste a José María?
Preguntaba Emilio, rojo de ira, exteriorizando su desconcierto.
-Pasa, querido; que al portero le pagamos la casa, los servicios, el sueldo, los aguinaldos, las cargas sociales y hasta el uniforme. Yo no le voy a dar más plata. Prefiero llamar a alguien más, viste. Me parece muy injusto. ¿a vos no?
- ¿Sabes que me parece injusto? La cepillada que me pegó este hombre. ¡Ah… pero que linda camionetita tiene el señor!
Cenaron en silencio, Olga pensaba en lo que ganaba el portero y Emilio en la fortuna del plomero. No se hablaron hasta la mañana siguiente.
El domingo de elecciones tendrán su revancha.
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